lunes, 15 de octubre de 2012

Dolor




Hoy no me apetece escribir de lo feliz que soy ni dejo de ser. Ni siquiera de los amigos que tengo o dejo de tener. Y tampoco de las desgracias que pueda tener en mi vida o no.
Hoy me han pasado muchas cosas, no todas de ellas han sido buenas, pero son superables. 
Pero el correo que he recibido de alguien que no conozco en persona, pero a la que aún así le tengo mucho cariño, me ha dejado helada. Me ha devuelto a la cruda realidad de que somos dueños de nuestra felicidad pero no de nuestras vidas.
En gran parte es cierto de que hacemos de nuestras vidas lo que queremos, pero no estoy completamente de acuerdo con ello. Porque podemos ser dueños de nuestros actos, pero no somos dueños de nuestras enfermedades o de las de nuestros familiares.

La mayoría de vosotros sabéis que perdí a mi padre siendo muy joven. 
Cuando yo tenía 13 años, de repente un día comenzó a sufrir de unos terribles dolores de cabeza. Fue al médico y no le dieron importancia, dijeron que era de las cervicales, le pincharon y le mandaron a casa. Unos días después, concretamente el día del santo de mi madre, un día antes del cumpleaños de mi padre, se cayó estando en el cuarto de baño y mi madre tuvo que llamar a la ambulancia. Yo era tan joven que ni siquiera realicé lo que ocurría. Me dijeron que me quedara en casa y que esperara allí. Cuando llegaron al hospital, a uno de los médicos le bastó con mirarle a los ojos para hacer el diagnóstico: derrame cerebral. Había que operar, inmediatamente, a vida o muerte.  Por lo visto había tenido mucha suerte, porque le había dado ya un derrame el día que comenzó con los dolores, y éste había sido el segundo. Nos dijeron que si la sangre, en lugar de irse hacia delante en la cabeza se hubiera ido hacia detrás, hubiera fallecido de inmediato ya en el primer derrame.
Con el tiempo, mi padre poco a poco se fue recuperando. En una de las pruebas médicas se dieron cuenta de que tenía un trombo en el lado derecho de la cabeza (la operación anterior había sido en el lado izquierdo) y que lo normal era operar de nuevo, porque corría peligro de que le diera otro derrame causándole la muerte. Así que cuando ya estaba mejor de la primera operación, se programó la segunda. 
De ésta no salió tan bien parado. Al principio parecía que todo había salido bien, pero con el paso de los días nos dimos cuenta de que tenía paralizada toda la parte izquierda de su cuerpo. Le afectó la vista, el habla, no podía usar ni su mano izquierda, ni podía andar. Le dijeron que se quedaría así para el resto de su vida. Pero mi padre era una persona luchadora que se aferraba a la vida, y con mucho esfuerzo y mucha fuerza de voluntad comenzó la rehabilitación y acabó andando y valiéndose casi por sí mismo. En el hospital le llamaban cariñosamente "el niño de los milagros".
Todo esto fueron dos años seguidos en el hospital. Cualquiera que sabe lo que es tener un familiar enfermo en el hospital, sabe de lo que estoy hablando. Ni un día de descanso. Ni un día de paz. Sólo preocupaciones y sufrimiento hasta que acabamos viendo que iba a mejorar e iba a salir de esa, aunque fuera con secuelas. 
Pero el destino no quiso que todo acabara ahí. Después de todo aquello, mi padre volvió a casa con nosotros. Por momentos estaba bien, y por momentos era como un niño. Estaba en casa y se sentía inútil, pensaba que no valía para nada. A veces razonaba, a veces no. Los cambios de humor eran constantes y nos hundían, porque por mucho que hicieramos para que estuviera bien, para él nunca era suficiente. El dolor y la desesperación de un enfermo pueden cambiarlo hasta convertirlo por momentos en una persona insoportable. Pero eso eran unos momentos. También estaban los otros, los que iluminaban los días, cuando estaba alegre y dicharachero y todos disfrutabamos de tenerle con nosotros.
Mi padre siempre había sido un fumador empedernido, y no dejó de fumar ni siquiera después de todo lo que le había pasado, a pesar de prohibírselo una y otra vez los médicos. Yo era joven, y se me llevaban los demonios cuando fumaba. Estaba contenta de que siguiera en mi vida y no quería que le pasara nada más. Y me sacaba de quicio que tuviera tanta obsesión con el tabaco. Antes de darle el alta hasta deliraba diciendo que las cajas de los guantes desechables de las enfermeras eran paquetes de tabaco. No recuerdo las veces que reñí con él, intentando hacerle ver que si le pasaba algo lo ibamos a sufrir todos. Que le quería y no quería perderle. 
Si hubiera sabido lo que iba a pasar después, me hubiera limitado a disfrutar del tiempo que aún podría pasar con él. Pero por desgracia, en la vida, esas cosas no se avisan.
Recuerdo que aquel año estabamos haciendo planes para irnos de vacaciones. En aquellos tiempos veníamos todos los años a España de vacaciones. Antes de caer enfermo, se cogía siempre todas las vacaciones que podía en verano cuando los peques teníamos vacaciones, y viajabamos rumbo a nuestra tierra.  Era evidente que ese año no podríamos ir en coche. Justo cuando pensamos hablar con el médico para ver si mi padre podría volar a pesar de las operaciones que había sufrido hace tan poco tiempo, un día empezó a quejarse de un dolor tremendo en el pecho. Gritaba de dolor, no lo aguantaba.
112. Ambulancia. Otra vez al hospital. Primero dijeron que era un absceso pulmonar. Luego que tenía agua en el pulmón. Luego que no tenían ni idea de lo que le pasaba. Por fin, después de unos días, la terrible noticia: cáncer de pulmón.
Se nos vino el mundo abajo. ¡No podía ser cierto!
Lo único que recuerdo es que le dijeron que le tendrían que operar. Como había salido tan bien de las operaciones anteriores, mi padre, optimista, no se lo pensó dos veces y accedió en seguida. Después, los médicos cambiaron de opinión y le dijeron que mejor debían darle quimioterapia. O radioterapia. La verdad es que no lo recuerdo ya. Pero él dijo que no, que habían dicho de operarle y que eso es lo que iban a hacer, así que eso fue lo que acabaron haciendo.
6 meses. Ese fue el tiempo que duró entre la última operación y su muerte.
La verdad es que la mente a veces tiene caminos extraños de lidiar con el dolor, y la mía decidió no almacenar la mayoría de los detalles de esos años.
Lo que sí recuerdo, con demasiada claridad, es la esperanza. La de mi padre y todos nosotros de que todo iría bien. Recuerdo el cansancio. De pasarnos prácticamente 3 años de casa al hospital, del hospital a casa. O de tener que irnos lejos a visitarle cuando estuvo en rehabilitación, o después, cuando le operaron del pulmón. Recuerdo, sobre todo, dolor. Mucho dolor. En todos los sentidos. Mi padre porque lo sufría en sus carnes, y nosotros porque sufríamos con él.
Recuerdo también las mini-vacaciones que le daban cuando los fines de semana o los puentes le dejaban venirse a casa... todo un acontecimiento. Nos reíamos diciendo que parecía que el que estuviera en el instituto fuera él, que se pasaba los días deseando que le dieran vacaciones.
Recuerdo que le operaron y al poco tiempo, le mandaron a casa. Recuerdo a los médicos dándonos largas. Mi padre orinaba sangre pura. Cada día se encontraba peor. Le llevamos al hospital y recuerdo a alguien diciéndo que para qué le llevabamos al hospital, que le dejaramos morir en casa. Esa frase no la olvidaré nunca, sobre todo porque ningún médico se tomó la molestia de decirnos claramente lo que pasaba. Lo tuvimos que deducir, era evidente por todos los síntomas que tenía: el cáncer se había esparcido a la mayoría de sus organos vitales. Casi al final admitieron que tenía metástasis en el riñón, pero no nos dijeron nada más. Nos dejaron con la esperanza y con esa incertidumbre que te reconcome cuando sabes que tiene que pasar algo irremediable pero no quieres que ese momento llegue nunca.
No puedo describiros con palabras el horror que fue todo ese tiempo para todos nosotros. Al final, le volvieron a ingresar. Recuerdo a mi padre gritando que por favor le dejaran morir que no aguantaba los dolores. Y yo, en ese punto, ya sólo deseaba que encontrara paz. 
Por fin, un buen día de marzo de 1988, expiró en presencia de su mujer y sus dos hijos. 
No voy a entrar en detalles sobre lo que pasó después, porque no viene a cuento. Pero sí os puedo decir que en ese momento lleno de dolor, mi padre encontró la paz, y yo con él. A mis 16 años había llegado a comprender que no merece la pena ver sufrir a un ser querido cuando las cosas ya no tienen solución y la calidad de vida ya no existe.
Puede que os parezca una forma muy fría de ver las cosas, pero quien no ha visto sufrir de tal manera a una persona, no sabe lo que es. 
La primera vez que le ingresaron en el hospital fue el 25.03.1985.
Mi padre falleció el 05.03.1988.
3 años pueden ser muy cortos o convertirse en muy largos, según las vivencias que se tengan. Os aseguro que estos tres años fueron los más largos de toda mi vida.
Acabé pagando la consecuencias 12 años más tarde, cuando caí en una depresión profunda por un accidente de coche que habían tenido mi cuñada y su novio, falleciéndo éste último en el acto. Porque con toda la frialdad que había logrado encajar todo lo ocurrido cara a los demás, en mi interior jamás le perdoné a mi padre que me dejara de esa forma. Ya véis, un pensamiento de lo más infantil, podrían pensar muchos. Pero el inconsciente busca caminos increíbles para hacerte dar cuenta que no has superado algo en realidad, por mucho que te empeñes en negártelo a ti misma. En el 2000 falleció una persona a la que apenas conocía, y mi mente se empeñó en revivir todo lo que anteriormente había sufrido a causa de la enfermedad y la muerte de mi padre.

Y bueno. Llegados a este punto, en realidad no tenía pensado contaros esta historia. Aunque la verdad es que viene un poco al caso. Porque este post se lo quiero dedicar a todas y cada una de las personas que me rodean, que están pasando por un mal momento en sus vidas por la enfermedad o la muerte de un familiar cercano. 

Nadie os podrá quitar la oscuridad en cierto momento de vuestras vidas. Pero recordad que los seres por los que tantos sufrís no querrían veros tristes. Que la vida, aún llena de dolor, sigue. Y que no olvidaréis nunca vuestro sufrimiento pero aprenderéis a superarlo con el tiempo. Y a vivir con el recuerdo de esa persona a la que tanto echáis de menos, y a sonreir con cada recuerdo, recordándo los momentos felices que vivisteis con ella... aunque ahora por momentos os parezca imposible.
No os rindáis, porque os queda mucha vida por delante. Y mucha felicidad. Y mucha alegría. Hasta la oscuridad más oscura acaba desvaneciéndose en algún momento.

Espero que este post, aunque sólo un poquito, os haya servido de algo.

Mil besos y muchos ánimos. 


Dedicado en especial a M.M.R., con todo mi cariño. ♥







1 comentario:

  1. Siento mucho todo lo que tuviste que pasar ante la enfermedad de tu padre, desde luego muy dura. Cierto es que los avatares de la vida nos pueden llegar a hundir, pero hay que intentar seguir adelante, y con toda la fuerza y optimismo que podamos. Un abrazo y ánimos igualmente para ti :o)

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